2.12.06

El único espectador (segunda parte)


Si no lo has hecho aún, deberías empezar leyendo la primera parte. También hay una versión completa en pdf; si crees que el relato te va a gustar, te recomiendo bajártela e imprimirla.



Moré baja caminando por la calle Preciados. Por el camino encuentra gente de todo tipo, desde pijas con ropas llamativas y horteras hasta grupos de chavales diciendo tonterías; en uno de esos grupos, varios chicos alrededor de dos chavalas intentando meter baza en la conversación para llamar su atención, mientras éstas se turnan para atenderlos tonteando con unos y con otros. Turistas de piel pálida y pelo rubio muy claro, gente mayor sentada en las terrazas, algún ratero que camina entre el gentío buscando carteras desprotegidas cuando se forman grupos de gente alrededor de músicos y actores. Éstos son los que más llaman la atención: un mimo vestido con chaqueta y corbata, con el pelo de punta hacia atrás como si estuviera soplando una violenta ráfaga de viento, y tirando de un paraguas roto que la ventisca imaginaria le intenta arrebatar de las manos. Un hombre manejando una marioneta que se mueve al son de la música: baila, canta y toca la guitarra. Poco más allá, un chaval tocando el Canon de Pachelbel, número uno en el ránking de canciones más interpretadas por artistas callejeros. En medio de la calle algunos manteros ofrecen sus baratijas: pañuelos, cinturones, discos piratas... algo más abajo un vagabundo pide limosna rodeado de tres perros, chiquitajos y desaliñados pero bastante juguetones. Al terminar Preciados llega a Sol, encrucijada de caminos, kilómetro cero.
Unas horas antes ha estado tocando con Ana, él con su saxo y ella tocando la guitarra. No sabría describir con palabras la sensación de conexión que había sentido: todo encajaba perfectamente, como un engranaje bien diseñado. La música fluía, y les bastaba un gesto o algunas notas para comunicarse entre sí. Habían nacido para tocar juntos, y estaba seguro de que ambos lo habían sentido. De hecho, estaba seguro de que ella lo sabía ya antes de que hablaran la primera vez, cuando se quedó parada durante media hora viéndole tocar hasta que reunió valor para dirigirse a él.
Moré está aún más emocionado que ayer.

***

-Antonio, tenemos que hablar.
-¿Puede esperar a que me termine el café?
-No.
Antonio le siguió hasta su despacho. Federico estaba muy serio; le tendió una carta. Hermanos Ochoa, bufete de abogados. Abrió el sobre y lo leyó. Palideció.
-¿Parece que va en serio, no?
-Me temo. Y lo que es más, parece que tienen fundamento, la verdad es que a mí me han acojonado. Si es verdad que tienen esa patente, y supongo que lo será, tenemos poco que hacer.
-Vamos a llamar a un abogado cuanto antes, no vamos a rendirnos sin pelearlo, ¿no?
-Por supuesto que no.

***

El local no está lleno, pero hay una cantidad de gente aceptable. Si Moré está nervioso no lo deja entrever. Cuando salen al escenario les reciben con un caluroso aplauso: Ana es habitual del lugar, y conoce a muchos de los asistentes. Se arrancan con un ritmo juguetón, picante, y van dejándose llevar por el calor del público, que se hace partícipe de la música. Animan, aplauden, sonríen. La compenetración entre ambos músicos es fantástica, y la improvisación les lleva por caminos insospechados, grandiosos; de cuando en cuando caen en lugares comunes, al son de ritmos trillados recorridos una y mil veces, pero cuando parece que se van a dejar llevar por la mediocridad surge otra chispa de genialidad que envuelve la música y enloquece al gentío, poseyéndolos con sus compases de jazz intemporal.

***

Los sueños, las ilusiones y meses de trabajo se habían esfumado como humo agitado al viento. Su empresa se había sostenido sobre una idea que habían descubierto, finalmente, que no era suya. O sí lo era, pero otros la habían tenido antes y tenían la patente. Así las cosas, no había nada que hacer, más que aceptar la quiebra... los dos se abrazaron.
-¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Antonio. El otro parecía a punto de echarse a llorar.
-No lo sé. Esther me ha dejado. -Antonio parecía sorprendido, pero intentó ocultarlo.
-A mí también me ha dejado Laura. Al final va a resultar que sólo nos querían por el dinero, compañero. En cuanto han visto dificultades...
-Joder, ¿Laura? No me lo puedo creer.
-Pues sí -le miró fijamente-. ¿Tienes alguien a quien acudir?
-No. Sabes que con mi familia no me llevo bien, y no tengo a nadie a quien le pueda pedir que me saque de este marrón. Debemos mucho dinero, Antonio.
-Lo sé. Creo que estamos bien jodidos.

***

Tras el concierto, las copas, los nuevos conocidos, la borrachera, la euforia, Moré emprende el camino de vuelta a su barrio. Todo ha ido rodado; ha descubierto un nuevo mundo: la plenitud musical, otro ambiente, una juventud que le hace creer en otro futuro. El optimismo le invade, y nada parece capaz de alterar esa sensación de estar empezando una nueva etapa llena de posibilidades.
Hace frío. Es viernes por la noche, y en zona de bares hay mucha gente por la calle, jóvenes sobretodo, fiesteros, juerguistas. Los mira y sonríe: quizá algunos no sean tan gilipollas después de todo.

***

La primavera llenaba la ciudad, se sentía su vida en el calor, la luz y el aroma; en las caras de la gente. Bajó del autobús en la plaza de Callao y empezó a caminar sin rumbo fijo; o, al menos, sin uno muy definido. Probablemente iría dando un paseo hacia Sol, para seguir por Arenal hasta llegar a Ópera, daría una vuelta por los jardines del Palacio Real y seguiría andando hasta el Templo de Debod. Típico paseo dominical, sin oficio ni beneficio, más que disfrutar las calles de Madrid en plena primavera.
Nada más iniciar el recorrido, bajando por preciados, el sonido de un saxofón captó su atención. Le gustaba el estilo; había oído mucho jazz y aquel músico no parecía defenderse mal. De hecho, le recordaba a un sonido conocido... se quedó mirando al intérprete. No podía ser.
Él siguió interpretando ajeno a su nuevo espectador. Tenía los ojos semicerrados, concentrado en su música, y parecía estar en un momento especialmente exultante de la interpretación. Hasta que, al cambiar de registro y suavizar el tono, abrió los ojos para observar la reacción del público y se quedó congelado a mitad de una escala al ver a uno de los oyentes. Maldita casualidad.
El recién llegado se acercó a saludarle, con gesto abrumado, medio boquiabierto. Moré le contestó con una media sonrisa, un tanto pícara, como diciendo “ésta no te la esperabas, ¿a que no?”. Y en efecto, era evidente que no se lo esperaba.
-Antonio, eres tú... -el músico torció un poco el gesto.
-Han pasado muchas cosas, vamos a tomar un café y te cuento. Por cierto, ahora me llamo Moré.
Entraron en la cafetería y tomaron asiento. Contrastaban claramente, el uno bien vestido, con un punto elegante, y el otro con ropas cuasi-harapientas y aspecto de mendigo. El primero inició la conversación:
-¿Me puedes explicar... qué significa esto?
-Es lo que ves, hermanito. Ahora soy músico callejero. ¿Qué tal sueno, Juanito?
-Dejaste a Laura por las buenas, y sin dar ninguna explicación. ¡Desapareciste! ¿Y ahora tocas el saxofón en la calle? - Juan no salía de su estupefacción.
-Todo tiene su razón de ser. Pero será mejor que vaya poco a poco, que todo de golpe te puede atragantar el café.
-Espero con impaciencia.
-Pues mira, la empresa en la que me metí quebró. No la cerramos: quebró. Nos quedamos sin negocio, y con deudas hasta las orejas. Nada que hacer, sin un cochino duro y sin forma de resolver la papeleta -hizo una pausa. Cuando el otro hizo ademán de ir a intervenir, volvió a la carga-. Mira, a Laura la quería y no quería causarle problemas. Todo esto le iba a venir grande, lo iba a pasar mal, y no quería que se hundiera conmigo en la mierda. Seguro que ya lo ha superado y le va todo de puta madre, mucho mejor que si le hubiera contado la verdad... joder, lo más seguro es que hubiera seguido a mi lado, y habría acabado aquí, conmigo. En la puta calle.
-Ya... -su hermano estaba tratando de asimilar la información. Bebió un sorbo de café, intentando hacer tiempo mientras encontraba algo que decir-. Pero dime... ¿por qué no nos dijiste nada a nadie? Te habríamos ayudado. Desaparecer por las buenas no es forma de hacer las cosas, Antonio. Nos lo has hecho pasar muy mal.
-Moré.
-¿Qué?
-Que me llames Moré.
-¿Pero por qué Moré? -Juan parecía enfadado, irritado porque su hermano le saliera con esa tontería en un momento así. Y, además, no entendía eso de cambiarse el nombre. No entendía muchas cosas.
-He empezado una nueva vida, y he roto con la anterior. El nombre es un símbolo: es lo que todos asocian contigo, es tu identidad. Antonio es lo que yo era hace años. Ahora no soy lo mismo: ni por asomo. Así que me pareció que debía cambiar de nombre en consecuencia. Si me llamas Antonio no estás hablando conmigo, sino con un fantasma.
-¿Pero por qué Moré? -repitió.
-Tampoco tiene una gran explicación. Antonio Moreno, y de Moreno, Moré. De pequeño jugué a inventarme una identidad secreta, y me gustaba llamarme así. Y cuando me dio la neura de cambiarme el nombre no se me ocurrió nada mejor, así que me quedé con esto. Te agradecería que me llamaras así.
-Pero tú eres mi hermano. Llevo toda la puta vida llamándote Antonio, y pienso seguir haciéndolo.
-No creo que te vuelva a ver después de hoy, así que por mí como si me llamas Rigoberto -el tono de Moré, sin perder su suavidad habitual, se volvió brusco. Durante un rato, ninguno de los dos habló.
-Pero no has contestado mi pregunta -rompió el silencio Juan-. ¿Por qué no nos pediste ayuda?
-Por lo mismo por lo que renuncié a Laura, y a lo que era mi vida... porque en el fondo no me gustaba. Quería un cambio. La quiebra me hizo darme cuenta de que esa no era la vida que buscaba.
-¿Un cambio?
-Sí... estaba hasta los cojones de rentas y de balances. De la comida de los domingos, de ver la televisión todas las noches, de ir al gimnasio, hacer yoga y cuidar el colesterol... de tener que trepar, que competir. Estaba hasta los huevos de cómo estaba organizado todo, Juanito. De una vida vacía, sin pasión, presa de la sociedad de consumo, de los políticos y de su puta madre. Quería ser libre, hermanito.
El otro le observó incrédulo. ¿Pero lo estaba diciendo en serio? Por desgracia le conocía, y sabía perfectamente que la respuesta era que sí. Su hermano estaba tan pirado como para romper con todo por un ideal de vida ilusorio, de renunciar al mundo real para construirse el suyo propio, aunque fuera a costa de vivir tirado en la calle. De renunciar a todo por ser coherente con sus ideas. Y a él le parecía una gilipollez.
-Yo creo que te estás inventando eso para no admitir que tenías miedo de reconocer tu fracaso y pedirnos ayuda -quemó su último cartucho, esperando que el otro le diera la razón-. Reconócelo... nadie querría vivir así por capricho.
-Hermano, no has entendido nada. Esto no es un capricho. Lo que pasa es que en tu jodida sociedad, esa que os habéis montado, en la que creéis que vivís de puta madre, no hay sitio para gente que piensa diferente. Bueno, sí lo hay: puedes pensar diferente. Pero si actúas, si te comportas de forma diferente, ya sí que no hay sitio. Hace años yo habría sido considerado un hippie; ahora soy un puto vagabundo, y hay que tenerme lástima. Pues no me da la gana. Mira las cosas con mi prisma, con mi perspectiva, y olvídate de la tuya cuando hables conmigo, porque no te vale.
-¿Entonces ahora eres un hippie? -sonrisa forzada, lanzó el comentario a modo de pulla.
-Más o menos. No es tan simple...
-¿Pero los hippies no están pasados de moda?
-Pasados de moda... qué forma tan simple de abordar el tema. Sí, puede ser que sí. Verás, te voy a contar una historia. En los sesenta, cuando estaba toda la movida del movimiento hippie en Estados Unidos, hubo gente que se acojonó. Porque eran muchos, y en un momento dado podían lograr suficiente fuerza para cambiar realmente algo. Muchas personas que luchaban por sus ideas, y eso, en el país del dinero, no gustaba.
-No eran...
-Déjame seguir -le interrumpió-. Se acojonaron, y hubo quien habló de represión policial, endurecer las leyes, incluso utilizar el ejército. Pero un economista alzó la voz. ¿Sabes qué dijo? -el otro lo miró sin responder-. Ponedles hipotecas. Eso dijo el cabrón. Ponedles hipotecas. Con eso los meteréis en el sistema, los ataréis a un banco, a tener que pagar todos los meses; tendrán que buscar un trabajo, en el que deberán tener a su jefe contento para que no les despida, y seguir pagando la hipoteca. Ya los tienes dentro del sistema, de su sistema. ¿Por qué ahora no hay hippies? ¿Por qué no hay trabajadores protestando, por qué la gente no se queja, no manda a tomar por culo a su curro aunque estén en trabajos precarios? Pues porque está mal visto por la sociedad, ahora no se estila... y porque hay que comprar maquinitas, y lavadoras, y ropa... y pagar la hipoteca. Por eso no hay hippies, hermano. Porque el hijoputa yanqui que dijo que la represión no era efectiva, y que el capitalismo sucio sí lo era, ganó la batalla. Y yo no les pienso hacer el juego. Conmigo que no cuenten, hermanito.

***

Después de andar durante más de una hora, Moré llega a su barrio, donde espera poder dormir un poco. Con la tensión extra que le ha supuesto la actuación con Ana, ha sido un día agotador.
Al llegar a su plaza ve a algunos de sus amigos todavía despiertos, hablando. Le extraña un poco por la hora tardía, pero supone que se han quedado despiertos para esperarle y preguntarle qué tal le ha ido. En el fondo son como niños, y unos buenazos: tienen detalles entrañables. Al acercarse a ellos recuerda algo, y, sonriente, comunica las noticias:
-¡Ya tenemos algo! Me han dicho que este año tocará Ana Torroja en las fiestas del barrio. ¡No es Beyoncé, pero menos es nada! ¿eh?
No recibe la respuesta que esperaba. Ni sonrisas, ni quejas... normalmente esa información sería recibida con multitud de comentarios, todos tratando de opinar al tiempo, pero aquella vez sólo encuentra silencio. Algunos se miran la punta de los zapatos, o parecen concentrados en algún lugar vacío de la plaza, mientras que otros dirigen sus miradas hacia él, con una expresión muy seria. En seguida se da cuenta de que sucede algo.
-Bueno, ¿me vais a contar lo que pasa? -inquiere. Silencio, miradas inquietas. Ahora nadie le mira-. ¿Nadie me lo va a contar, o qué? -Moré se empieza a poner nervioso. Los recorre con la mirada, fijando la vista en cada uno de ellos durante un par de segundos, y pasando rápidamente al siguiente. Al fin, decide dirigirse a uno de ellos, el del bigote de gato esmirriado-. Venga, Iñaki, cuéntamelo -Iñaki duda, pero al final le dirige la mirada, y habla.
-Es Fede... sabes que no estaba muy bien últimamente. No sabemos qué ha pasado, le hemos encontrado muerto -lanza un suspiro, y se queda callado durante unos segundos-. Moré: lo siento.
-Yo también lo siento -dice otro, con un hilo de voz.
-Y yo.
-Yo también lo siento...
-Era un gran hombre, Moré.
Moré se queda callado, muy quieto, como en estado de shock. Para él Fede significa mucho: ha sido su compañero de viaje durante todos estos años, desde la universidad, luego su fracaso empresarial, y tras eso unos treinta años en las calles. Toda una vida.
Y ahora ha muerto.
Nunca se había repuesto de lo que les pasó; la quiebra, la ruptura con Esther, verse rebajado a dormir en la calle. Desde entonces fue poco más que un fantasma, borracho y sin futuro, sin fuerzas ni esperanzas. Lo único que consuela a Moré es que a Fede en realidad le daba igual estar muerto que vivo; había estado décadas en algún lugar intermedio entre dos mundos, y aquello simplemente le había empujado hacia uno de los dos. Hacia la quietud.
Pero hace años que tiene una espina clavada, y es que él podría haberle evitado todo eso. Si no le hubiera mentido diciéndole que Laura le había dejado, si hubiera pedido ayuda a su familia, o aceptado la de su hermano cuando se lo encontró hace años, podría haberle sacado de allí y devolverle a una vida normal. Se había pasado años evitando pensar eso, porque él prefería aquella vida de vagabundo, de vivir el día a día sin comodidades, pero también sin preocupaciones, de elegir su camino... a la vida que tenía antes con un techo y un trabajo, pero poca felicidad. Se siente egoísta por haber pensado en lo que a él le convenía y haberse olvidado de Fede, de que se había convertido en un alcohólico con una depresión pegada al alma que había acabado por hacerse parte de él. Moré podía haberlo evitado, pero eso habría implicado pedir ayuda a su familia, reaparecer, dar explicaciones, y que le arrastraran de vuelta a su vida anterior. Y no quería.
Ahora ha muerto, y Moré tendrá que vivir con eso.

Al día siguiente el viejo músico vuelve a su lugar de costumbre en la calle Preciados. El alma le pesa el doble de lo normal, y se siente bastantes años más viejo. Hasta ahora había sido un anciano con alma de niño, pero ahora es un anciano a secas. Con todo lo malo que eso conlleva.
Arranca unas notas de su saxofón, con poco entusiasmo, sin convicción. Mira las caras de la gente. Caras apagadas, sin brillo. Llueve en la calle. El mundo parece acorde con sus sentimientos.
Acaricia su viejo instrumento. Era, junto con Fede, su único nexo de unión con Antonio Moreno, con su vida anterior, y ahora es lo único que mantiene de su pasado. Lo mira, lo acaricia, y siente que se le humedecen los ojos. Llorando, con lágrimas cayéndole por las mejillas y arremolinándose en su barba, se acerca el saxo a los labios y empieza a tocar un réquiem por su amigo, una canción de despedida con la que expresar su dolor, y desearle buen viaje. Adiós, compañero, nos veremos en otra vida. Lo siento si te he causado algún mal, pero la vida es perra y cuando pega lo hace fuerte, al menos hemos estado juntos y hemos cuidado el uno del otro. No dejes de saludarme si volvemos a encontrarnos. En el siguiente Big Bang.
Es la canción más triste que los paseantes de aquella zona le han oído tocar jamás, y entre la lluvia, la pesadumbre que transmite aquella melodía y las lágrimas en sus ojos, la escena se convierte en un cuadro urbano de rabia, emoción y melancolía. Quienes pasan por delante no pueden evitar captar la triste magia de aquella escena, y alrededor de Moré se forma un nutrido grupo de gente que, lluvia y todo, percibe que algo especial está pasando y no puede evitar pararse a contemplarlo y formar parte de ello. En aquella calle de Madrid se unen completos desconocidos en una misma sensación de tristeza; por un día, por un momento, personas que no se conocen de nada viven como uno el dolor de aquel viejo músico, y algunos de ellos lo recordarán siempre.

Días más tarde Moré ya está un poco recuperado, aunque sigue sintiéndose mucho más viejo. Se ha forzado a seguir yendo a tocar todos los días a la calle Preciados, a seguir con su rutina y no dejarse derrotar por la melancolía.
Entre el gentío ve aparecer un rostro conocido, y una pequeña sonrisa le aparece en los labios. Deja de tocar inmediatamente y se acerca a darle un abrazo a su amiga hippie. Ella entiende enseguida que algo ha cambiado en el saxofonista: su cara es más seria y parece más mayor. Le mira con cariño y le invita a tomar un café; seguro que tiene algo que contarle. Moré se desahoga, le cuenta la historia completa, la historia de su vida y del amigo que acaba de perder, de dos hombres jóvenes, inteligentes y preparados, que se iban a comer el mundo y acabaron durmiendo en una estación de metro por las noches. De cómo uno de ellos acabó tocando en la calle, y el otro perdió las ganas de vivir y acabó colgado de una botella.
Es curioso cómo acabamos conectando con quien menos lo esperamos. Apenas hace unos días que conoce a Ana, y confía en ella lo suficiente como para contarle cosas que nunca le había confesado a nadie, y que le estaban atormentando. Y Ana comprende, le levanta el alma con la mirada, le sonríe, y decide ayudar a aquel hombre a empezar una nueva vida. Nunca es tarde para eso, y menos si se tiene un espíritu libre como el de Moré.

Ana vive en una casa ocupada en las afueras, reconvertida en centro de atención social. Varias personas llevan años instaladas allí, y de momento no parece que nadie vaya a reclamar su propiedad. Dan clases de música, de escritura, pintura y cerámica; tienen un grupo de teatro, y de cuando en cuando organizan actuaciones. Con lo que sacan les da para vivir sin grandes pretensiones, haciendo lo que les gusta y contribuyendo a sacar adelante el barrio; sintiéndose útiles.
Moré siente enseguida que podrá llegar a ser feliz allí.


Fin


Comentarios:
¡Con lectoras así cómo no voy a seguir escribiendo!

Un besazo, y ¡¡felicidades!!, aunque mañana te mandaré un mensajito ;)
 
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