4.7.06

La Dama de San Blas

Qué prefieres, puedes escoger
la leyenda, o sólo la mujer [...]
No queda nadie en la ciudad
por conocer su habitación,
no hay nadie más que quiera entrar
allí otra noche
La casa azul (
Duncan Dhu)


En una casa del barrio de San Blas, un pequeño piso con apenas un par de ventanucos desde los que ver la calle, vive una vieja dama herida por el tiempo. No es en realidad tan vieja, pero los años han pasado por ella intensamente, dejándole cicatrices internas que la pesan como un lastre. Ciertamente, en su profesión no podía permitirse semejante inconveniente, por lo que, mes sí y mes también, se veía obligada a apretarse el cinturón.

Cada mañana se daba una ducha caliente, y mirándose en el espejo se peinaba y maquillaba con esmero. Pese a no tener apenas dinero, conseguía siempre dar una imagen elegante, podría decirse que un tanto decadente, pasada de moda. Como de otra época. Pero el estilo no lo da el cuerpo, ni las ropas, ni siquiera el maquillaje. Es el porte, la presencia, la manera de andar y de comportarse. La forma de desenvolverse de una persona que hizo de la humillación su profesión, y que era por ello objeto de escarnio, tanto de sus clientes, que por muy cariñosamente que se comportaran con ella en privado, solían tratarla públicamente con desprecio, como de sus esposas, heridas en su orgullo al saberse o intuirse engañadas con una profesional. Y pese a ello, pese a que cualquier otra persona se habría roto y habría agachado la cabeza, ella caminaba con paso erguido e irradiando dignidad.

Esto no hacía sino agravar la hostilidad que recibía. Ella debía estar avergonzada, era absurdo que se paseara como si tal cosa, y que sostuviera la mirada de las demás mujeres cuando se encontraban en el supermercado sin torcer el gesto. Conseguía que fueran ellas las que la apartaran, golpeadas por un halo de dignidad.

Antes he comentado que era demasiado vieja para su profesión, pero quizás ya lo parecía cuando era joven. Pocos se preguntan cómo era la vida de una prostituta antes de llegar a serlo. Generalmente no se trata de una vida fácil; hay miseria, ausencia de cariño. A veces abusos. Y a una niña que con quince años ha sentido en sus carnes todas las carencias y todas las maldades se le crea una corteza, una especie de capa protectora que la aisla del mundo y le sirve de refugio, creándose dentro de ella un micromundo donde, al menos, no hay dolor.

La primera vez que tuvo que aceptar dinero por acostarse con un hombre, sin embargo, la afectó profundamente. Fuera de casa, sola. Tenía que comer. Mientras lo hacía intentaba no pensar. Apagar el botón de su cerebro para que se mantuviera en off durante veinte minutos, intentando no sentir, y, lo más difícil de todo, no llorar. Pero cuando terminó sí que lloró; y siguió haciéndolo las tres horas siguientes. Cuando terminó, la corteza ya se había cerrado del todo, y la distancia que la separaba del mundo era un abismo imposible de cruzar. Tan joven, apenas una niña, había soportado más dolor, más penurias de las que muchos habrían de padecer en toda su vida. A aquella chiquilla no le habían robado su infancia; la habían matado. Era su vida entera lo que la habían robado.

Y fue cuando tenía veintipocos cuando conoció a su gran amor. No era un cliente, nunca pagó por acostarse con ella. Ambos simpatizaron porque él también tenía una fuerte presencia, también tenía una coraza que lo aislaba del mundo, también desprendía esa sensación de dominio y de orgullo, aunque, en su caso, esta tenía un origen y una representación distintos. Sus tablas provenían de una gran confianza en sí mismo obtenida de una sólida educación y una gran inteligencia; una vida plagada de éxitos y una personalidad sostenida por los grandes de la literatura universal, por las artes y las ciencias, por la filosofía, por el romanticismo entendido como la experimentación plena de la vida, y por su propia y personal concepción del universo.

En la etapa en la que él la conoció, se hallaba experimentando con el mundo y con su propia vida, en busca de los límites que no se deben traspasar, los límites que nos definen como individuos. Estaba buscándose a sí mismo rozando en ocasiones la autodestrucción, viviendo el amor, el odio, la fé y la miseria, siendo ora un asceta, ora convertido en todo un epicúreo. Aquel viaje le había llevado a dejar tirando la llave tras de sí el calor del hogar, incapaz de explicarle a sus padres por qué era posible, al menos durante unos meses, quién sabe si años, que no volvieran a saber de su hijo. Le alejó de la vida cómoda de la que había disfrutado y le llevó hacia los lugares donde la vida, por ser más difícil, es más real que el mundo color de rosa prefabricado en el que se empeña en vivir la mayor parte de la gente; un mundo muy bonito, colorido y antiséptico, pero profundamente irreal. Fue recadero, camello, proxeneta, ladrón; recorrió en cuestión de meses todo un espectro de profesiones y formas de vida que le ayudaron a conocerse a sí mismo, y conoció a personajes de toda índole; buenos o hijos de puta, todos tenían algo que aportar si se sabía observar con los ojos adecuados, y él sabía hacerlo. Y en sus ratos libres se mantuvo siempre poeta, músico, filósofo y librepensador, tratando él solito de buscar las claves que le ayudaran a entender el concepto de la vida, a sus semejantes, y, sobre todo y ante todo, a sí mismo. Se drogó y emborrachó sólo para alcanzar nuevos estados creativos, estados de percepción alternativos que le permitieran verse con otros ojos, llegando a dialogar de tú a tú con su propio inconsciente; escribió grandes composiciones que jamás serán leídas, que quizás él mismo destruyó antes siquiera de que su parte consciente supiera de su existencia. Y en aquella noche onírica, en aquel estado inestable y oscuro, conoció a nuestra dama.

Ella era un cascarón frágil, relleno de poco más que dudas y humillaciones, de miedos e inseguridades, y él se propuso darle armas para la vida. Rellenarla de cultura, de conocimiento, de imaginación. De recursos. Y nuestra dama se enamoró tanto como era posible para una persona que le había dado la espalda al mundo, y aceptó el envite que el chaval de la sonrisa tranquila le ofrecía poco a poco. Descubrió la belleza de la poesía, y con el tiempo hizo suya la gloriosa Generación del 27, con Lorca como gran abanderado, capitán de navío. Y de ahí, a las estrellas: de Herman Hesse a Stefan Zweig, pasando por Calderón de la Barca y Alejandro Dumas. Y Beethoven, Vivaldi, Lou Reed, Pink Floyd, Bob Marley. Dalí, Monet. Con el paso del tiempo, aquel cascarón se fue vaciando de malos recuerdos y de pesadillas mientras se llenaba de los grandes pensadores, y ella misma hacía sus pinitos como escritora. También descubrió el sexo de verdad; ese que no es mecánico ni repetitivo, que es creativo, que se realiza con el corazón.

Se llenó, en definitiva, de vida.

Pero inestable como era él, cambiante e inquieto, tan pronto como decidió que ella ya estaba armada para la lucha, la abandonó. Decidió que ya era hora de establecer nuevos rumbos, y de seguir con ese camino que había venido recorriendo, que, si bien no se había detenido del todo, sí había reducido su ritmo durante los últimos meses. Y obsesionado como estaba por esa búsqueda de no sabía bien qué, que probablemente nunca le llevaría a una respuesta satisfactoria, pero que le consumía lentamente, sentía que algo tiraba de él hacia el mundo, hacia nuevas experiencias y, quizás, hacia esa revelación que acallaría su ansia de saber. Y se fue.

Ella nunca lo superó. Él ni siquiera se despidió; todo lo que encontró fue su cama vacía, y muchas preguntas sin respuesta. Durante los años siguientes, no cesó de preguntarse qué habría sucedido, y pasaba largas noches en vela imaginando secuestros a punta de pistola, peleas a navaja en un callejón oscuro, caídas desde un puente hacia el tráfico nocturno. Pero en su fuero interno, aunque no tuviera el valor de plasmarlo en palabras, sabía que él no era una persona que se pudiera atar a alguien; no podía estar con la misma persona demasiado tiempo. Él tenía alas, y necesitaba volar con ellas. Ni el éxtasis, ni el sexo, ni el alcohol. Su droga era esa: volar.

Es extraño que ella siguiera ejerciendo la prostitución. Ahora que se había librado de sus temores y que se había convertido en una persona capaz de enfrentarse al mundo, siguió viviendo como lo había hecho cuando estaba rota y desvalida. Le pareció natural. Todo el mundo consideraba su oficio humillante, pero para ella no lo era; era su forma de vida, tan válida como otra cualquiera. Y en esa casa, siendo lo que era, había sido feliz por primera y única vez en su vida. Quizás era por eso por lo que no la abandonaba: era el único lugar del que conservaba buenos recuerdos. Y quizás él volviera algún día. Simplemente, no vio motivo para romper con todo, para cambiar, pues había aprendido a aceptarse a sí misma y a lo que hacía. Esa era su vida.

Así que en el madrileño barrio de San Blas vive la más extraña prostituta que conocerse pueda. La prostituta culta, la prostituta digna, la prostituta orgullosa de serlo. La prostituta noble. O quizás todo sean leyendas, y no sea más que una cuarentona amargada con aires de grandeza. Lo que sí es seguro es que nadie en todo el barrio ha dado tanto que hablar como la Dama de San Blas.

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